miércoles, 22 de julio de 2015

Tutunendo

El departamento del Chocó es, en gran parte de su territorio, un lugar virgen y exuberante, lleno de flores y pájaros tropicales, ríos amplios y cascadas caudalosas. Es el único departamento de Colombia que tiene costa Pacífica y Caribe, y por ello es el único que linda con Panamá. Quizás estas características unidas al paisaje selvático, los ríos navegables y la pobreza más absoluta lo convierten en idóneo para que la guerrilla y el paramilitarismo desplieguen en sus montañas una amplia red de extorsión y narcotráfico. Los habitantes del Chocó son negros; de hecho, y sin contar África, es la población del mundo en la que viven más afrodescendientes. No me extraña que después de padecer siglos de esclavitud buscaran, para instalarse, uno de los lugares más hermosos del planeta. Luego la guerrilla –y el Gobierno colombiano, que nunca ha tenido interés en el Chocó y lo ha dejado a la deriva, medio ahogado– les volvió a quitar la libertad, o parte de ella, y no pueden vivir del campo ni de la pesca. Es un pueblo muy pobre, en algunas zonas miserable, pero esto se ve compensado, a primera vista, porque sus habitantes son alegres, generosos, comprometidos, y en general muy optimistas. Se suele decir que la gente que no tiene nada es más alegre que la que tiene más, que no hace falta mucho para ser feliz sino salud, un techo, alimento y compañía. Un estilo de vida muy básico en el que la ausencia de deseos facilita las cosas. Pero qué doloroso me resulta ese pensamiento expuesto tan a la ligera. Puede parecer que a quien no lo conoce no le hace falta el cine, o caminar por una calle adoquinada, sentarse en un banco limpio o dar un largo paseo campestre. Sin embargo que no lo conozcan no significa que no lo necesiten. No hay más que mirar a los ojos de la gente que se sienta en una silla Rimax, a las puertas de una casa en ruinas, en la calle sucia de un pueblo sin alcantarillas, y con la mirada perdida, para darse uno cuenta de que reparar su entorno es solo el primer paso para despertarlos de ese letargo en el que no caben ni siquiera los sueños. 

Esto lo vi muy claro en Tutunendo, un pueblo que está a una hora en taxi de Quibdó, la capital del Chocó. Un lugar que podría ser idílico si sus habitantes tuvieran referencias culturales y hubieran aprendido a cuidarlo. Tutunendo tiene un río que serpentea entre la típica vegetación de exuberancia chocoana, con cascadas, y unas barcas de madera, largas como las que utilizaban los indígenas en el Amazonas cuando llegaron los españoles –se ven en los grabados de los que dejaron testimonio–, tan estrechas que hay que mantener el equilibrio mientras el barquero las empuja río arriba o río abajo con una pértiga. Es un lugar al que los domingos van a bañarse los quibdoseños y a beber aguardiente y a pasarla rico. Nosotros disfrutamos de un buen baño y de un masaje bajo la cascada. Menudo paisaje, qué cantidad de pájaros exóticos, no me importaría pasar algunos días y noches en un lugar como aquel. Sin embargo, la paradoja es que el horror de la guerra ha mantenido virgen la belleza de los paisajes selváticos, y también es la causa de que nadie pueda disfrutarlos.

Al día siguiente supimos que, media hora exacta después de irnos, la guerrilla había atacado el puesto de policía del pueblo y que varios oficiales habían sido heridos. Este suceso nos lo contó, con una sonrisa nerviosa, un taxista, y aclaró que la guerrilla atacaba solo a militares, nunca a civiles. Es verdad, los guerrilleros no asesinan a la gente común, a sus hermanos, padres y amigos, que son los que viven en esos pueblos miserables; la guerrilla se ha vendido al narcotráfico y roba tierras, expulsa a los campesinos de sus casas, amenaza con la muerte. No matan a civiles (aunque no pocas veces una bala perdida alcanza a un niño) pero están sembrando la violencia y el miedo que se respira y se palpa tan intensamente en cada rincón de este país. 

Así es el Chocó. Así es Colombia. Lo más paradisíaco y lo más espantoso conviven en un mismo lugar. Los colombianos lo toman con humor, a veces humor negro, y yo, sin querer, me estoy acostumbrando, aunque los más grandes sentimientos de belleza y libertad se mezclen en mi estómago con el asco y la tristeza.