miércoles, 19 de mayo de 2010

Introducción a nuevas impresiones

Ha pasado un mes desde mi primer y último post, pero aquí sigo, abriéndome camino en esta ciudad que es Bogotá. He estado un poco enferma y todavía me siento algo débil, así que mi primer pensamiento cuando despierto es “horror, he de salir a esta ciudad y caminar hasta el centro, estar alerta al tráfico, a los peatones, al ruido y al humo. Para colmo está lloviznando… o sale el sol?” La pereza puede conmigo. Definitivamente es una ciudad en la que es imprescindible tener trabajo. Si tienes demasiado tiempo para pensar terminas por abandonar y por querer regresar a la comodidad de una ciudad cosmopolita, refugiarte en el arte y en la literatura, lechos confortables en los que está permitido soñar; o en la conversación con una amiga que te conoce muy bien; o bajo el sol tumbada en unas rocas junto al mar… Aquí hay que estar activo. Nada de melancolías, ni de miedos, ni de inseguridades. Nada de ensoñaciones.

La gente (con algunas excepciones).


El hecho de que las personas vivan al día hace que sean más distantes, menos cariñosos… De esto te das cuenta cuando ya llevas un tiempo aquí; al principio te sientes sinceramente querida. Los colombianos tienen poco apego por las cosas, por las personas y hasta por la vida. Por supuesto las preguntas acerca del origen del universo, de la muerte o del por qué de las cosas, son puras pendejadas. Decir te amo es muy fácil, lo dicen mucho, todos son amorcitos unos de otros, pero es simple educación. Del mismo modo que es una tremenda grosería no dar los buenos días o preguntar sobre el estado de salud de tu interlocutor y de su familia cada vez que hablas con alguien, ya sea por teléfono, en la calle o en el trabajo, decir te amo es una bonita forma de ser educado. Esto quiere decir que amar no es tan definitivo, tan profundo o tan poético. Hace poco me puse a escuchar a unos colombianos que conversaban, hablaban entre carcajadas:


“… si a nosotros nos dejan (nuestra novia o nuestro novio) decimos chao y vamos a por otro, pero aquel pobre español sufrió mucho con la separación. Cuando a los dos días su exnovia ya estaba amando a otro, él todavía no entendía qué es lo que había pasado”.


Lo mismo pasa con la amistad, no tiene por qué ser tan definitiva y duradera.


Supongo que todo esto es consecuencia de la historia del país. Hace sólo doscientos años que son independientes y llevan sufriendo una guerra desde hace cincuenta. Todavía en algunas zonas de Medellín y de Bogotá se matan a tiros. El narcotráfico sigue a la orden del día. Las FARC secuestran por décadas. Y la corrupción de los falsos positivos dirige el país. Así que con este panorama, donde todo el mundo conoce a alguien que ha sido secuestrado, asesinado o robado a mano armada, imagino que la forma más inteligente de vivir es hacerlo al día, sin grandes apegos, por si acaso.


Nos vemos pronto! Me encantará indagar más sobre la historia de Colombia y su repercusión en la idiosincrasia del país.

domingo, 11 de abril de 2010

Un día cualquiera en Bogotá: la Séptima


Aquí no pasan las estaciones; siempre es otoño, o invierno, o primavera o verano.
Bogotá está a dos mil seiscientos metros de altura, con orientación norte-sur y, al oriente, los cerros, última parte de los Andes que en Colombia se ha dividido en tres. Hay poco oxígeno, o por lo menos no el suficiente como para que el humo de las busetas, de los buses, de los coches, de las motos y de las fábricas se atenúe un poco. Casi siempre está nublado y la luz es blanca, brillante, del sol expandiéndose tras las nubes. Ocho millones de habitantes, y miles de ellos caminando diariamente por la carrera séptima, arteria principal que yo recorro a pie todos los días desde la calle 26 hasta la Plaza de Bolívar y viceversa.  ¡Qué calle tan interesante es la séptima!  Un hervidero de emociones, de ruidos y de gente. Y además el baremo que mide mi estado de ánimo. A veces salgo de casa cabizbaja y no puedo evitar caminar mirando al suelo, que es lo más cercano a mirarme a mí (lo que daría a veces por girar los ojos, introducir una mano y así observar y ordenar, juiciosamente –como dicen en Colombia-, mi mobiliario mental). Esos días en que voy mirando el suelo sin en realidad ver nada en él, apenas levanto la mirada para cruzar una calle; supongo que por un instinto natural de conservación el resto de mis sentidos toman el control y me dejo guiar por ellos. Mis oídos son los más fiables. Y así es como voy aprendiendo a escuchar la calle y así es como me pongo de un mal humor de perros. El sonido de los claxon es de una intensidad ensordecedora; levanto la mirada furiosa y noto mis ojos furiosos chiquititos, como mirando desde un submarino a través de un periscopio. La mirada de odio penetrante que le lanzo al taxista o al conductor de la buseta es demasiado suave para el voltaje al que están acostumbrados y me enfado todavía más por no ser capaz de fulminar con mi mirada, y también por el mismo hecho de enfadarme. Pero no sólo es el ruido. De pronto alguien mucho más robusto que yo y que camina con prisa se choca conmigo, lo que me hace dar un respingo malhumorado; ni siquiera levanto la mirada porque el tipo ya está lejos. Y a veces noto la mano suspicaz de un joven listillo que acaricia mi bolso mientras me mira inseguro.
El olfato no me guía, pero inunda mi ensimismamiento de orines, de humo y de chontaduro[1], como una mezcla de miseria, joven prosperidad mal entendida y esperanza.
Vivo estos paseos como en un sueño, nada lo interiorizo, como si me adormeciera viendo una película. Esos días son los peores porque me pierdo toda la trama que de verdad, y como ya iré contando, es lo más interesante de estar aquí.




[1] Fruta de clima tropical que crece en la zona del Pacífico. Aunque es muy seca y huele fuerte a mí me gusta mucho.

Hola


Este blog es la alternativa a las miles de páginas que uno escribe para sí mismo, sobre uno mismo, como diario terapéutico. Porque el problema de escribir sólo para mí y sobre mí, como hablar conmigo, es que te ahoga la neurosis. Hablo mucho, a todas horas, camino mirando al suelo por lo concentrada que estoy en mi charla y me olvido de mirar todo lo que sucede en las calles, que no es poco, de esta ciudad maravillosa, enérgica, llena de gente luchadora, fuerte y trabajadora. Así que decido comenzar este blog para que mis disertaciones se conviertan en conversaciones con los que quieran leerme y a lo mejor (ojalá) contestarme.
Desde que llegué a Bogotá, hace un año, he dejado de ver amigos con los que la conversación era algo habitual, casi a diario. Conversaciones a nuestro nivel, sin grandes pretensiones, sin ser intelectuales ni grandes conocedores de nada en especial, pero con muchas ganas de aprender, analizar, hacer crítica o sólo de desahogarnos. Siempre he sido un poco tímida y me resulta muy fácil hablar conmigo y callarme con los demás; fue una buena lucha hasta que me atreví a participar (y no sólo escuchar) en un grupo con varias personas. Y de pronto me encuentro aquí, a tantos miles de kilómetros de Madrid, en esta ciudad que de verdad me gusta mucho, pero sin nadie con quien hablar. También sin nadie a quien escuchar. No estoy sola y abandonada, llegué por alguien, con quien vivo, y poco a poco voy conociendo a gente maravillosa, pero Bogotá es muy grande y está pensada para trabajar, para tener una familia y para ver a algún que otro amigo de vez en cuando. Hay algunos museos y a veces una buena exposición. Cada vez hay más librerías y una estupenda red de bibliotecas. Todo ello insertado entre cientos de calles que soportan un tráfico caótico y mucha contaminación.
Me encanta la lucha que se respira y por eso quiero estar aquí; quiero formar parte del crecimiento cultural y educacional de este país. Aunque hasta ahora mis aportes a esta causa han sido nulos.
En sucesivos textos intercalaré apuntes sobre esta ciudad, sobre cómo es la vida aquí, sobre su arquitectura y su gente, y claro, sobre mí J