jueves, 30 de abril de 2015

Bogotá

Si buscamos una alegoría de la vida, eso es Bogotá. Si pudiéramos alejarnos de ella veríamos, de un solo vistazo, lo más alto y lo más bajo que acontece en la vida de una persona: el amor, la angustia, la soledad, la inmundicia y la belleza, el miedo, la duda, etc. Y todas las etapas, desde la inocencia de la infancia hasta la sabiduría de la vejez, pasando por los errores y mentiras de la edad adulta. También es un resumen del mundo: en Bogotá (y en Colombia, porque Bogotá también es Colombia en chiquitito) los barrios ricos no saben que existen los barrios pobres; los habitantes de los barrios pobres ni saben ni tienen los medios para llegar a un barrio de ricos. Y los del medio, entre apáticos e incrédulos, lo ven todo pero no utilizan, o no saben utilizar, las herramientas con las que se construye el cambio. Es tanto lo que hay que hacer como tanto se necesita para arreglar el planeta. Y tan largo es el camino como extenso es el de la vida, que solo al final (si acaso) se llega a comprender algo, cuando ya no se puede acometer nada. Vivir en Bogotá es aprender a labrar tu propio sendero, no hay refugio posible (quizás un paseo por los Cerros Orientales, donde la altura te deja sin aliento en un bello paisaje de aire fresco), te das de bruces contigo mismo. Es un gran lago en el que se reflejan las zonas más oscuras de tu alma. Gritas, lloras, odias. Lo mejor es la capacidad de asombro, que aquí nunca se pierde; nadie está de vuelta de nada. Tú eres el mundo y te asustas: ¡eres tan grande en la soledad, y tan pequeño en la ciudad! Los bogotanos dicen que es un "buen vividero"; lo dicen porque se toman las cosas con calma, porque nada es tan importante como para amargarse, ni siquiera la muerte. No sé si es un buen vividero en ese sentido, creo que es un lugar que te mantiene despierto, a veces insomne; ves aunque no quieras mirar. Y comprendes. Comprendes que todo es muy pequeño, y tan grande como un agujero negro; que tienes que reírte de ti mismo. Que todo es nada.

martes, 28 de abril de 2015

Facebook y sus demonios

Lo bueno de Facebook es el chisme: saber qué hacen tus "amigos", qué les gusta, qué piensan y qué opinan. Lo no tan bueno es que se pierde el misterio. Por eso asusta publicar algo: qué pensarán de mí si cuelgo esto o lo otro. Somos lo que publicamos, lo que comentamos; somos ese instante, como una foto escrita en la que se puede salir muy mal o, si nos pilla en un momento más lúcido, no tanto. En una conversación no virtual con amigos puedes permanecer callado. En Facebook si callas no existes. Menudo dilema: ¿hablo y me desnudo? O callo y me escondo. Y si hablo tengo que ser un ejemplo, que en las redes sobran generalidades; pero si no soy un ejemplo mejor me quedo callada, deseando encontrarme con alguien y abrazarlo, mirarle a los ojos para ver más allá de un simple comentario que puede permitirse ser vacuo porque los gestos y la sonrisa cuentan mucho más. Hay otras variantes sociovirtuales; personas que publican en sus muros artículos muy sesudos e interesantísimos, chistes graciosos y opiniones sinceras, y cuando las conoces tienen una mirada vacía, un gesto torcido, una expresión fría, un abrazo flojo. Me da la impresión de que este es el perfil del usuario adicto a las redes sociales: el que no se atreve a amar (o no sabe o no puede o no quiere).

Este es el artículo que recomiendo hoy.