domingo, 11 de abril de 2010

Un día cualquiera en Bogotá: la Séptima


Aquí no pasan las estaciones; siempre es otoño, o invierno, o primavera o verano.
Bogotá está a dos mil seiscientos metros de altura, con orientación norte-sur y, al oriente, los cerros, última parte de los Andes que en Colombia se ha dividido en tres. Hay poco oxígeno, o por lo menos no el suficiente como para que el humo de las busetas, de los buses, de los coches, de las motos y de las fábricas se atenúe un poco. Casi siempre está nublado y la luz es blanca, brillante, del sol expandiéndose tras las nubes. Ocho millones de habitantes, y miles de ellos caminando diariamente por la carrera séptima, arteria principal que yo recorro a pie todos los días desde la calle 26 hasta la Plaza de Bolívar y viceversa.  ¡Qué calle tan interesante es la séptima!  Un hervidero de emociones, de ruidos y de gente. Y además el baremo que mide mi estado de ánimo. A veces salgo de casa cabizbaja y no puedo evitar caminar mirando al suelo, que es lo más cercano a mirarme a mí (lo que daría a veces por girar los ojos, introducir una mano y así observar y ordenar, juiciosamente –como dicen en Colombia-, mi mobiliario mental). Esos días en que voy mirando el suelo sin en realidad ver nada en él, apenas levanto la mirada para cruzar una calle; supongo que por un instinto natural de conservación el resto de mis sentidos toman el control y me dejo guiar por ellos. Mis oídos son los más fiables. Y así es como voy aprendiendo a escuchar la calle y así es como me pongo de un mal humor de perros. El sonido de los claxon es de una intensidad ensordecedora; levanto la mirada furiosa y noto mis ojos furiosos chiquititos, como mirando desde un submarino a través de un periscopio. La mirada de odio penetrante que le lanzo al taxista o al conductor de la buseta es demasiado suave para el voltaje al que están acostumbrados y me enfado todavía más por no ser capaz de fulminar con mi mirada, y también por el mismo hecho de enfadarme. Pero no sólo es el ruido. De pronto alguien mucho más robusto que yo y que camina con prisa se choca conmigo, lo que me hace dar un respingo malhumorado; ni siquiera levanto la mirada porque el tipo ya está lejos. Y a veces noto la mano suspicaz de un joven listillo que acaricia mi bolso mientras me mira inseguro.
El olfato no me guía, pero inunda mi ensimismamiento de orines, de humo y de chontaduro[1], como una mezcla de miseria, joven prosperidad mal entendida y esperanza.
Vivo estos paseos como en un sueño, nada lo interiorizo, como si me adormeciera viendo una película. Esos días son los peores porque me pierdo toda la trama que de verdad, y como ya iré contando, es lo más interesante de estar aquí.




[1] Fruta de clima tropical que crece en la zona del Pacífico. Aunque es muy seca y huele fuerte a mí me gusta mucho.

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